–¡Leo! Se me está pegando en
los dedos todo el tiempo – dije desesperada, intentando liberar mis dedos de
aquella masa pegajosa.
Leo se acercó a mí, dejando a un lado por un momento
la salsa de tomate que estaba preparando para la pizza, y que burbujeaba en la
sartén al fuego, impregnando la cocina y el salón de un aroma delicioso.
Suspiró profundamente después de echar un vistazo a mi labor y se dio la vuelta
para bajar la potencia del fuego que calentaba la salsa.
–Ya se despegará sola, tú sigue amasando.
–¿Por qué no puedo hacer yo la salsa? Ni siquiera sé
amasar – protesté, volviendo a mi tarea.
–Te he dejado la parte divertida. Encima no te
quejes.
Mientras luchaba por despegar la masa de mis manos, y
la masa luchaba por adherirse a ellas, escuché a Brenda y a David reír desde el
porche, y me pregunté de qué estarían hablando. Poco a poco, aquella pasta
pegajosa fue adquiriendo consistencia, y mis dedos fueron quedando limpios.
–¿Cómo vais? – preguntó Brenda, entrando por la
puerta con dos vasos vacíos.
–Bien. He conseguido que deje de pegarse – dije,
satisfecha.
Se colocó a
mi lado frente a la encimera, echó una ojeada a la enorme bola de masa y luego rellenó
los vasos con hielo, tinto y gaseosa para luego regresar al porche. Se detuvo
en la puerta y miró hacia nosotros.
–Si
necesitáis ayuda, estamos ahí fuera, sintiéndonos unos completos inútiles –
dijo con voz melodramática.
–Hazme el
relevo, si quieres – sugerí.
–No tendría
que hacerte el relevo. Tendríamos que hacer la pizza entre todos, como hacen
las personas normales cuando van a pasar el fin de semana al campo con sus
amigos. Pero Leo ha creado esta especie de dictadura formada por un chef autoritario
y sus subordinados.
Leo puso
los ojos en blanco.
–Muy bien –
cedió –. Dile a David que venga y nos echáis una mano.
Brenda
sonrió y se asomó para avisar a David, que no tardó en cruzar la puerta.
Terminamos la pizza entre todos y nos la comimos en el porche, contemplando las
últimas pinceladas del atardecer que quedaban sobre el cielo. Estuvimos allí
hasta cerca de las tres de la mañana, charlando. Toqué alguna canción con la
guitarra y nos bañamos en la piscina bajo la luz de la luna. Después nos
duchamos. Yo fui la última, así que cuando entré en la habitación, con el pelo
todavía húmedo, David ya estaba acostado, pero había dejado la lámpara de la
mesita de noche encendida. Sonreí, escuchando su respiración suave y observando
su pecho subir y bajar lentamente. Aunque la ventana estaba completamente
abierta hacía calor, y se había puesto para dormir tan solo un pantalón de
chándal. La sábana apenas le tapaba el cuerpo, y no pude evitar dedicar unos
minutos a examinar su torso desnudo. Me mordí el labio y me fijé en su rostro,
lleno de paz. Finalmente me metí en la cama y apagué la luz, pero no fui capaz
de dormirme, y al cabo de una hora decidí salir a tomar el aire.
Me senté en
el borde de la piscina, me quité las chanclas y dejé que mis pies se hundieran
en el agua. Respiré el aroma del campo, que por la noche me recordaba al olor
de la lluvia. Pensé en Pablo, en David, en todo lo que me había sucedido en las
últimas semanas. Me sobresalté cuando, de pronto, la luz de la piscina se
encendió, coloreando mi piel con el reflejo azulado y ondulante del agua. Me di
la vuelta y descubrí a David saliendo al porche, con un vaso de tinto en cada
mano. No nos dijimos nada. Me tendió uno de los vasos y se sentó a mi lado,
metiendo él también los pies en la piscina.
–No podía
dormir. ¿Te he despertado?
–No – dijo
–. Ya estaba despierto cuando has salido de la habitación. Llevabas un buen
rato dando vueltas en la cama, ¿eh?
–Sí.
–¿Me
cuentas tu historia?
Me
sorprendió la pregunta, pero sonreí con tranquilidad a la arboleda que se
perdía en la oscuridad frente a nosotros. Se escuchaban los grillos y el susurro
de las hojas dejándose mecer por el viento.
–¿Me
cuentas tú la tuya?
Permaneció
en silencio casi medio minuto antes de contestar.
–De
acuerdo. Pero es un trato. Yo te cuento mi historia y tú me cuentas la tuya.
–Hecho –
accedí, estrechándole la mano.
Esperé con
impaciencia a que empezara a contar su relato mientras movía despacio los pies,
el agua acariciando mi piel. Un suspiro suave dejó paso a las palabras.
–Hace tres
años (yo tenía tu edad), conocí a una chica un año mayor que yo. Se llama Ana. Durante
un par de meses nos hicimos buenos amigos, aunque siempre la vi como algo más
que eso. Yo estaba terminando bachiller y ella su primer año en la Universidad.
Estudiaba Bellas Artes. Era una chica muy vital y divertida, quizás demasiado
optimista, muy independiente, más de lo que yo hubiera querido. Odiaba la
rutina, y la verdad es que pasar tiempo con ella resultaba agotador. Me contaba
que no quería atarse a ningún lugar ni a ninguna persona hasta cumplir los
treinta y cinco – rio, meneando la cabeza –. Tenía planes de viajar a muchos
países, de aprender varios idiomas, de conocer culturas y gente, y decía que
una relación sentimental sería un obstáculo para llevar a cabo todos esos
proyectos. Pero después de algunos meses me confesó que se había enamorado de
mí, y empezamos a salir. Estuvimos juntos más de un año, pero entonces ocurrió
lo que yo sabía que tarde o temprano iba a ocurrir. Me dejó. Me dijo que me
quería, pero que se sentía atrapada por la relación, y eso la agobiaba. En
tercero se fue de Erasmus y ya no he vuelto a verla. Me costó mucho tiempo
olvidarla, hasta hace pocos meses todavía pensaba en ella. Pero bueno, supongo
que el tiempo todo lo cura.
Me quedé en
silencio mirando el agua de la piscina, balanceándose ligeramente por el
movimiento de nuestros pies, y tras dar un sorbo al tinto observé a David. Por
su expresión supuse que todavía permanecía sumergido entre recuerdos,
reviviendo detalles que no me había contado. Por alguna razón sentí que aparecía
en mi interior una especie de celos hacia esa chica. Después de unos largos
segundos, suspiré y le dediqué una sonrisa triste, dispuesta a cumplir mi parte
del trato.
–Pablo y
yo… Nos conocimos en un bar – empecé.
Le hice un
resumen de mi historia, y conforme las palabras salían de mis labios fui
dejándome llevar, hasta que me di cuenta de que estaba hablando más para mí
misma que para él.
Casi un año antes
Estaba
leyendo, tumbada en el sofá del salón, cuando escuché el timbre. Mis padres y
mi hermano se habían marchado hacía un rato y, mientras me acercaba a la
puerta, me pregunté si se habrían olvidado algo. Cuando abrí me sorprendió
encontrar a Pablo, el chico al que había conocido la noche anterior en el bar,
y del que había intentado huir tras tropezar, derramarle dos cervezas encima y
quedar tirada en el suelo con mi vestido levantado hasta la cintura. Me sonrió
abiertamente.
–Hola.
–¿Qué haces
aquí? – pregunté, alarmada. Noté cómo mi rostro iba enrojeciendo al recordar
todo lo sucedido hacía unas horas, y estuve a punto de ceder ante la tentación
de cerrarle la puerta.
–He venido
a verte – dijo sin más, como si nos conociéramos de toda la vida.
–¿Cómo
sabes dónde vivo?
–Le caí
bien a tu amiga, así que accedió a darme esa información. Un encanto de chica.
Le dediqué
una mirada fría.
–Brenda no
te habría dado mi dirección ni aunque le hubieras puesto un revólver en la
sien.
Suspiró y
me di cuenta de que se había puesto nervioso.
–No quiero
que pienses que estoy loco, ni que soy un acosador ni nada parecido.
–Es justo
lo que estoy pensando ahora mismo – repliqué, pero no pude evitar soltar una
risilla. Él también rio –. ¿Me seguiste hasta aquí anoche?
–¡No! Claro
que no – exclamó. Parecía ofendido –. Le pedí tu número a Brenda, pero ella se
negó a dármelo.
–Por
supuesto – interrumpí, firmemente. Él arqueó las cejas unos segundos, y después
sus labios trazaron una sonrisa pícara.
–Pero me
dio el número de tu casa, explicándome que tú jamás contestas las llamadas a
ese teléfono, a no ser que sea el número de alguien que tú conozcas. Sé que lo
hizo para que dejara de preguntar, pensando que no me atrevería a llamar si
sabía que iban a contestar tus padres. Pero soy más listo de lo que ella
imaginaba – sonrió satisfecho –. Encontré tu dirección en Internet, escribiendo
en Google el número que me dio. Es tan fácil que da miedo.
Empecé a
sentirme muy incómoda.
–Dímelo a
mí, sí que da miedo. Estás loco.
Por mi
expresión supo que lo decía en serio, y noté cómo se desdibujaba su sonrisa y
tragaba saliva mientras pensaba algo que decir en su defensa. Decidí no darle
tiempo, así que le dediqué una última mirada y empujé la puerta para cerrarla,
pero él colocó el pie rápidamente junto al marco, impidiéndolo.
–Espera –
pidió con impaciencia, asomándose por el hueco que había quedado –. Espera un
momento. Entiendo que todo esto te parezca excesivo, y que te asuste un poco,
pero lo he hecho porque sabía que de lo contrario no tendría la oportunidad de
conocerte mejor. No cierres, por favor.
–Pablo, de
verdad… Siento que te hayas tomado tantas molestias, pero es mejor que te
vayas.
Me di
cuenta de que su expresión inquieta cambiaba ligeramente, adoptando un aire más
alegre, seguramente al comprobar que recordaba su nombre. Y quizás fue eso lo
que lo animó a lanzarse.
–Ven a dar
una vuelta conmigo. Quince minutos. No pido más.
–En quince
minutos te da tiempo a secuestrarme.
Se echó a
reír, pero yo me esforcé por mantenerme seria.
–¿Por qué
iba a querer secuestrarte?
–Qué sé yo.
Quizás para llevarme a un sótano oscuro, atarme y torturarme hasta que te
canses y decidas matarme. Puede que una antigua novia te hiciera daño y ahora
andes por ahí asesinando a todas las que te recuerdan a ella.
Me miró incrédulo.
–¿Y el loco
soy yo? Creo que has visto demasiadas series de investigación.
Reí,
sonrojándome. Sujetando todavía la puerta, me estiré para agarrar las llaves
que había encima de la mesita del recibidor y salí de mi casa.
–No estaba
hablando en serio – aclaré –. Está bien. Demos esa vuelta.
Miré la
hora en el móvil mientras comenzábamos a caminar por la acera, con la intención
de cronometrar los quince minutos que había decidido concederle.
–Bueno,
cuéntame. ¿También me has buscado en Facebook? ¿En Tuenti, a lo mejor? –
bromeé, sonriéndole. El sol me molestaba en los ojos.
No
respondió, y volvió a ponerse nervioso, así que me detuve en seco. Él me imitó.
–Verás… –
murmuró.
–¡No puede
ser! – exclamé, llevándome las manos a la cabeza y exagerando mi tono
horrorizado ante la idea de que en apenas unas horas, y sin conocerme, aquel
chico se hubiese dedicado a espiar mis redes sociales –. ¿Qué más has
averiguado sobre mí? ¿Mi grupo sanguíneo? ¿Mi primera regla?
Se echó a
reír con ganas.
–Esas cosas
no me interesan. Más bien tus gustos de música, cine, literatura… – Comprobó mi
cara de desaprobación e incomodidad y se esforzó por defenderse –. ¡Las tías
sois incomprensibles, de verdad te lo digo! Edward Cullen, el vampiro ese de
pacotilla de Crepúsculo, acosa a Bella, yendo a su habitación por las noches
para observarla mientras duerme. ¡Se cuela en su habitación por las noches,
allanamiento de morada! – Me esforcé por mantener mi expresión inmutable, así
que insistió, con tono desesperado –: ¡La observa mientras duerme! Y resulta
que Bella ve en todo esto un gesto romántico, y vosotras lo adoráis. Y yo vengo
a tu casa, ¡por medios legales!, e intento averiguar un poco sobre ti porque me
pareciste una chica interesante, y parece ser que soy un psicópata. ¡Maldita
lógica femenina!
Conforme
hablaba su tono se fue elevando, poniendo de manifiesto su gran indignación.
–Nunca me
gustó Edward Cullen – sentencié secamente, aunque, por alguna razón que no
lograba comprender, y tras su discurso, Pablo empezaba a parecerme adorable –.
Es aburrido, posesivo y empalagoso. Y se pasa amargado los cuatro libros de la
saga.
–Espero que
no estés haciendo conjeturas precipitadas.
Giré la
cabeza hacia él y, haciéndome sombra en los ojos con la mano, le dediqué una
sonrisa.
–Creo que
tú no eres nada aburrido. ¿Es eso una conjetura precipitada?
La voz de
David me llevó de nuevo al presente, y de pronto me vi otra vez rodeada del
canto de los grillos, el leve sonido del agua de la piscina formando remolinos
alrededor de nuestros pies y de la brisa fresca de la noche.
–Parece un
buen chaval – me dijo David, refiriéndose a Pablo –. Supongo que lo echas de
menos.
Me encogí
de hombros y respondí con la mirada fija en el agua.
–Ahora
mismo no lo echo de menos ni siquiera un poco.
No dijo
nada, y aprovechando el silencio deslicé mi mano en la suya, y nuestros dedos
quedaron entrelazados, haciendo que ni las palabras ni cualquier otra cosa en
el mundo hicieran falta en ese momento.